domingo, 29 de mayo de 2011

Dos meses y dos horas; La Anécdota


"..."

Casi se cumplían dos horas de atraso, pero estaba seguro de que ella lo esperaba con ansías.
Se habían conocido por medio de la web hace un tiempo atrás, pero se habían reunido una vez antes de ésta. No significaba gran cosa para él, sólo una anécdota en su vida.

Estaba más interesado en conocer el secreto que guardaban sus tristes ojos.
Aún llevaba en su memoria esa mirada del primer encuentro, aquel sábado, ese sábado de Abril...

Dos semanas después, la historia se repetía ante él. Pero trató de que, en esta ocasión, hubiese un detalle: una hermosa rosa roja, envuelta en un apresurado plástico, y una cinta de regalo de tono suave.
Había planeado el momento de la entrega del presente; la repasaba en su mente siempre que podía. Quería que fuese especial, innolvidable para ella.

Sonó el teléfono móvil.
Lo sacó de su chaqueta y observó la pantalla: Era ella.
Llamaba por enésima para saber dónde estaba y cuánto más debía esperar por su cita.
Observó el techo del vagón y sin pensarlo, le mintió, agregándole estaciones a la falsa oración.

Se oyó aliviada, sin saber que la separaban no menos de viente minutos de sus brazos.

De un reflejo automático, guardó el teléfono. Comenzó a mirar a las personas que lo acompañaban en el viaje, que por coincidencia o por el destino, compartían el vagón.

Todas iban abstraídas en sus vidas, en sus mundos personales.
Sin darle importancia, fijó su mirada en el paisaje que le ofrecía la ventana del tren: la gris ciudad iluminada por el sol.

Se perdío en sus pensamientos; recordó melodías, personas, sabores y fragancias.
Recordó aquellos ojos, y el momento en que decidió emprender este viaje ...

De pronto sonó el altavoz, y el conductor anunció la llegada al andén de su destino.

Camino hasta las puertas del vagón, y pudo verla, sentada, pacífica, pero atenta a a llegada del tren.
El tren se detuvo, y sus ojos se posaron en el rostro de la joven que lo esperaba.

No pasó nada. Las puertas no abrieron.

Apoyó sus manos en el cristal, y alcanzó a divisar como el rostro de ella, tan sereno, se transformaba en una mueca de sorpresa y horror.

Su corazón se detuvo una milésima de segundo, lo sintió.
Cerró los ojos, y al abrirlos la puerta esta abierta.

Ella no estaba.
El andén vacío frente a él.

El tren se marchó del andén, dejándolo solo.

Confundido, metió la mano al bolsillo de su chaqueta para buscar su teléfono móvil; marcó el número de su cita, pero no hubo respuesta del otro lado.

Se asustó. Miró a todos lados; no estaba.
Bajó las escaleras, hacia la salida del andén, y encontró las calles desiertas.

Silencio.
Avanzó lento por la acera, hasta la parada de buses, y notó que un bus se acercaba lentamente.
Se detuvo justo frente a él, y vió como la joven subía a él.

Era imposible, pero sus piernas no lo pensaron más, y corrió hasta ella.
Gritó su nombre. Ella parecía distante.
Cuando estaba por alcanzar la puerta, ésta se cerró justo delante de él.
Frenó en seco, pero de inmediato las puertas volvieron a abrirse, rechinando.

El joven subió y notó que no había conductor ni pasajeros. Completamente vacío.
No estaba ella.

Se sintió perdido y cayó al piso rendido. Golpeó con los puños el frío plástico de un asiento, hasta sentir la tibieza de la sangre correr por su brazo.

¿Dónde estaba?
¿Dónde estaban todos?
¿Dónde estaba ella?

¿Cuál era el secreto tras la última expresión en su infantil rostro?

Las lágrimas comenzaron a salir sin aviso.

El motor se encendió. Se cerraron las puertas, y como un fantasma, el bus, comenzó a avanzar por las calles de la ciudad.

No entendía nada; todo escapaba de su razón.
Se sentó en el piso, tomó las rodillas entre sus brazos, y levantó la mirada al cielo; aquel cielo que no había perdido su azul, su hermoso azul.
Le trajo algo de paz, y se mantuvo así, mientras las lágrimas se secaban lentamente en sus mejillas.

Un brusco movimiento lo sacó del letargo.
El bus se había detenido. Quedó tendido en el suelo. Oyó como las puertas se abrían.
Giró rápidamente la cabeza y la vió. Ella bajaba delicadamente del bus por la puerta posterior.
Un gritó ahogado escapó de su boca, pero no alcanzó a tocarla.

Desesperación.
Saltó hacia la puerta, reviso la calle.
No estaba ella.

El bus cerró las puertas trás él, quedando en silencio.

Caminó hasta el edificio frente a él: El hospital.

El vacío le daba un aire lúgubre a la entrada.
Sintió un ruido a su lado, volteó y creyó ver una sombre tras los árboles que descansaban a los costados.

Sintió otro ruido; La puerta principal estaba cerrándose, dejando ver como la silueta de la joven entraba al hospital.

Aceleró el paso, y colocó su mano en la fría manilla de la puerta. Empujó y entró.

Un blanco cegador, fue lo único que logró divisar en la iluminada estancia. Un escalofrío recorrió su espalda, desde el cuello hasta la última vértebra. No era buena idea.
Pero no estaba seguro donde iba, sólo quería verla otra vez, y poder decir: Perdón, aquí estoy...


Caminó por el pasillo principal hasta la sala de espera, donde había mucha gente sentada, o lo que parecía ser personas.
Más bien parecían almas olvidadas. Sin expresión.
Se acercó a una mujer, pero el miedo lo obligó a cambiar de parecer, y correr nuevamente por el pasillo.

El silencio invadía todo; Nunca había odiado tanto el silencio.

Quería que todo esto acabara ahora, porque o si no...

El ascensor al final del pasillo. Ahí estaba ella.
Las puertas se cerraban, ocultando su rostro a los lejos.

Inhaló, y sintió el aire golpear su cara mientras corría a alcanzarla.

Las puertas se cerraron, otra vez. Debió correr más rápido.
El indicador de pisos, se iluminó a medida que el ascensor subía.
Dos... Tres... Cuatro... Cinco... Seis... Siete... y se detuvó ahí.

Apretó el botón, y las cifras descendieron rápidamente, hasta que el ascensor solitario se presentó frente a él, dispuesto a ser abordado.

Subió.
Levantó la mano y marcó el pequeño número Siete inscrito en la teclas del tablero.
Las puertas se cerraron, dejando olvidado el blanco pasillo.

¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que le mintió por teléfono, desde que observó el cielo por la ventana del tren, hasta ahora?

No podía borrar la expresión de la joven sentada en el andén de su memoria.

Siete...
Las puertas dejaron ver un pasillo igualmente blanco que el anterior, pero repleto de puertas.

Con miedo, salió del ascensor.
Miró a ambos costados, y logró distinguir una puerta, entra las muchas, que estaba semi abierta.
Avanzó suavemente, rezando para que todo acabese ahí.

No quería abrir más puertas, no volver a ver fantasmas ni apariciones.
Sólo quería oír su voz una vez más más...

Antes de entrar, inclinó un poco su cabeza y leyó el pequeño papel, puesto en una abertura en la puerta.

Su nombre.
Era imposible. Su nombre estaba escritó ahí.

Sintió el pecho apretado. Sus manos frías.
Terminó de abrir la puerta, y contuvo la respiración al ver la escena.

Ella lloraba junto a la cama donde descansaba él...
¿Él?, ¿Yo? ... ¿Cómo?

¿Quién era?
No podía serlo; estaba lleno de vendajes y tubos conectados a bolsas de suero y demases.
Su aspecto era lamentable, totalmente desfigurado y obseno.

Dudó.
Extendió su mano, y cuando la joven volteó su mirada hacía la puerta, se quedó inmóvil.

Silencio, pero acompañado de sus ojos.
Por fin los volvió a ver; aquellos ojos que escondían algo.

La joven se levantó y miró por la ventana. El cielo azul, tal como lo recordaban.
Comenzó a llorar mientras apoyaba su frente en el vidrio.

Trató de armar una frase para calmarla, pero nunca salió de su boca llena de silencio.

Dejó a la joven en la ventana, y volvió su vista a la repisa junto a la cama.

La recordaba. Era suya; La rosa.
Pacíficamente sobre un paño blanco, reposaba el detalle.
Se acercó y tocó el pequeño pétalo que por poco se desprendía de la flor; no sintió nada.

Guardó su mirada, y no expiró el aire.
Entendió el frío, el silencio, el vacío.

No estaba ahí.
Entró en pánico, pero escuchó la última frase de la joven, que volvió en sí, y le hablaba a él tendido en la cama.

"Te esperé dos meses y dos horas; nunca llegaste. No puedo más, perdóname, adiós."

Tomó las manos del joven entre las suyas, le dió un ligero toque con sus labios, y abandonó la habitación.

Silencio; pero ahora lo asumió como propio.
Era su nueva lengua nativa; no volvería a hablar otra nunca más.

Una lágrima cayó por su rostro, y pudo verla reflejada en él que yacía postrado.
Se despidió, y contempló por última vez el cielo, pensado en ésta, la última anécdota en su vida.

"..."